Comentario
De la Institución Teuhyotl
Al nacido de progenitores preclaros convenía iniciarlo al título de Teuhyotl, título eximio y segundo tan sólo al real, porque de otra manera no era permitido llegar a recibir esta dignidad. Algunos días antes de que alguien fuese honrado con esa insignia, se llamaba a sus parientes, a todos sus amigos, a otros sus vecinos y a los señores colindantes para que estuvieren presentes en tan gran celebridad. Ya reunidos en la ciudad, se elegía un día presidido por signo propicio y benévolo. El aspirante era conducido, acompañado de una magna turba de ciudadanos, al templo de Hoitzilopochtli (sic) que era el mayor de todos. Él, apoyado en varones próceres, subía al altar por las gradas. Todos doblaban la rodilla delante de la imagen de ese dios. El recipiendario suplicante persistía en la intención solícita de su ánimo. Adelantábase el sumo sacerdote rodeado de gran copia de ministros y con un hueso de tigre puntiagudo o con uñas de águila, perforaba el cutis de las narices hasta los cartílagos, abriendo pequeñas heridas en las cuales fijaba piedras iztlinas. Después lo denostaba con la semblanza de muchas injurias y le quitaban toda la ropa, excepto aquella que le cubría las vergüenzas. Partía desnudo, y retirado en alguna aula del templo, sentado en el suelo oraba velando. Entretanto los huéspedes que estaban presentes a la fiesta, banqueteaban alegres y álacres y después sin saludar al otro, se marchaban. Cuando se acercaba la noche, algunos de los sacerdotes llevaban al candidato mantas de tejido grosero y vil con que se vistiera; dos escaños y un cobertor tejido de gladiolo y de tule para que se sentara y se acostara; pigmento para teñir el cuerpo de negro; espinas de maguey con que se pinchara las orejas, los brazos y las piernas a conciencia y por fin un vaso con fuego y el incienso patrio llamado tecopalli, para que hiciere las ceremonias sagradas en honor de los dioses; después se retiraban. Quedábase solo o acompañado únicamente por dos o tres militares veteranos y valientes quienes lo despertaban si se dormía y le enseñaban lo que convenía hacer. Se le mandaba abstenerse del sueño cuatro días íntegros con otras tantas noches, y si le acontecía dormitar aunque fuera un poquito lo despertaban pinchándolo con aguijones. Y en todas y cada una de las noches, ya avanzadas, presentaba perfume [¿incienso?] a las imágenes de los dioses y ofrecía y consagraba gotitas de sangre sacadas de algunas partes del cuerpo. Iba una sola vez con diligencia alrededor del patio del templo, cavaba cuatro fosas en la tierra y enterraba en cada una papiros, copal y cañas teñidas con sangre de las orejas, de la lengua, de las manos y de los pies. Concluido esto comía tan sólo (hasta ahora no había probado nada) cuatro bollos preparados con maíz, de los que llaman tamales, y bebía hasta la última gota un jarro de agua fría, lo que imitaban algunos próceres. Pasados los cuatro días antedichos, pedía al sumo sacerdote que se le permitiera visitar otros templos y lo obtenía, pero no mucho después volvía a ser conducido al teuhcalli mayor, si regía signo benigno; al mismo tiempo volvían todos los que lo habían llevado. Estos, a la madrugada lo bañaban y lo secaban; al mismo tiempo ordenaban que los instrumentos resonaran con dulcísima música, para cantar las alabanzas del candidato, con lo cual muchos bailaban con suma rapidez. Llevado al altar, le arrancaban aquellos paños viles con los que había estado cubierto hasta aquel momento y le ligaban los cabellos a la nuca con una tira de cuero escarlata de la cual pendían algunas plumas y después lo vestían con un manto de gran precio, y aun le ponían otro también que conviniera a esa dignidad y la indicara. Se le mandaba tener el arco con la mano izquierda y con la diestra las flechas, y el sacerdote lo exhortaba a que siempre tuviera presente la orden que había recibido y que al modo que había sido adornado con ese nombre, se separara y distinguiera de la plebe, y que después de la prudencia, liberalidad, temperancia y fortaleza y demás virtudes y obras egregias se esforzara en sobresalir de entre los hombres de la vil turba y superarlos; lo exhortaba también a que defendiera su religión y se mostrara guardián y adorno de su patria, protegiera a los sometidos y debelara a los enemigos; a que se mostrara diligente en todas las cosas, no perezoso e indolente y que además imitara al águila y al tigre cuando reflexionase que había sido perforada con uñas y huesos de esos animales su nariz, que es la parte más prominente e insigne de la cara y donde reside el pudor del hombre. Imponíale después un nombre nuevo y pidiendo para él mente sana y vida feliz lo despachaba. Los huéspedes convidados a esta celebridad ya entonces comían la cena preparada enmedio del patio, y algunos ciudadanos entretanto pulsaban huesos, tímpanos, tibias, trompetas y otros instrumentos propios de los conciertos musicales, y ejercitaban los bailes y danzas que se llamaban nitotiliztli, ejecutadas por todos al mismo tiempo que los cantos y con movimientos armoniosos y correspondientes entre sí en admirable relación. La cena era alegre, magnífica y abundante en toda clase de bebida y de manjares. Y no faltaban aves de corral indias (cohortales), varias especies de perdices y a las cuales llaman codornices, conejos, liebres, ciervos, jabalíes de la tierra y muchos géneros de ánades y de otras aves, y además serpientes, víboras, peces diversos y muchísimas manzanas y legumbres. ¿Qué diré de las coronas tejidas de aspecto y olor deliciosos, del acayetl y vinos de la tierra, con los cuales en aquella ocasión era permitido emborracharse? Los convidados y los sacerdotes del templo eran obsequiados con plumas, penachos, mantas, sandalias, con ornamentos para las orejas y para los labios, de oro fundido, de gemas y de otras muchísimas clases. Introducíanse en los agujeros de las narices hechos por el sumo sacerdote pepitas de oro, perlas, cianeas, esmeraldas y otras no inferiores en precio, con las cuales el que había alcanzado aquella dignidad, se distinguiera de los demás. Se le ligaban también los cabellos al vértice en tiempo de guerra. Era el primero en dar su opinión en casa, en los cargos públicos, en la guerra y en la paz. Y siempre había preparado para él en todas partes un escaño en el que en el momento de sentirse cansado de estar de pie pudiera sentarse.